Cuando se muere alguien de nuestras comunidades y no les cantamos, sentimos que hay algo pendiente, hay un pendiente y hay que cumplir con ese pendiente.
Elena Hinestroza
Primera imagen: Caminaban por el borde de la peña del río Timbiquí. Se preparaban para encarnar la acción de Vacío. Cada uno cargaba el cuerpo de otra persona que sería lanzada al río. «Tenía que confiar en aquella persona que le tocaba lanzarme al vacío», cuenta Layi, una de las participantes. Son gestos que, al repetirse una y otra vez —ahora en un acto de simulación, pues no estamos arrojando cuerpos sin vida al río—, logran acuerpar y transformar esa memoria del miedo y del horror. Son acciones que permiten enfrentar esos hechos de violencia extrema que habitan en la memoria colectiva. También permiten hablarle al río, sanarlo: un río que, como muchos en este país, se han convertido en una fosa fluvial de la guerra. Así, en cada repetición del gesto, la confianza fue ganando lugar y el miedo, fue retrocediendo.
Segunda imagen: Filas sin fin de contenedores en un patio impenetrable en Buenaventura. Un grupo de mujeres cantadoras recibe en sus brazos un cuerpo que desciende desde la altura de dos contenedores apilados a unos seis metros. Ellas cantan un alabao, mientras el cuerpo baja con unas sogas:
A la orilla de la corriente
Dónde calmaría mi llanto
Cuerpos nobles desgarrados
Bajo el cielo dejan sus rastros
Ese descendimiento es una imagen de trascendencia; el alabar es un compromiso que las comunidades negras tienen con sus muertos, el pendiente de poder cantarles, de trascender y sanar todas las muertes. Es el estar juntos alabando, cantando a quienes se han ido: un acto que impregna la atmósfera de la ritualidad necesaria para que las almas puedan hacer su tránsito, mientras los cuerpos quedan aquí, así eso muchas veces signifique que quedan vagando río abajo o perdidos en la selva tupida.
A la orilla de la corriente
Dónde calmaría mi llanto
La primera imagen sucede en Santa María de Timbiquí, un poblado ubicado en el Pacífico caucano al cual no se puede acceder por carretera, únicamente por el río, desde el mar y, principalmente, desde el puerto de Buenaventura. La segunda imagen ocurre en esta ciudad portuaria, Buenaventura, que, pese a ser uno de los dos puertos más importantes del país, ha sido llamada «un puerto sin comunidad», debido a que el desarrollo económico que representa para el país no se revierte en la gente que la habita.
Estos dos lugares están conectados por grandes cuerpos de agua salada y dulce. En Canto Fúnebre cambia la forma en que se conciben los cuerpos de agua en la actualidad, que suelen verse como meras superficies al servicio de empresas económicas que los necesitan para el transporte, vaciando los territorios y a sus gentes. Así ocurrió con la llegada de la minera francesa para la explotación de oro a inicios del siglo XX en Timbiquí, con permiso estatal, o con la llegada del conflicto armado, que aún hoy hace presencia tanto en Timbiquí como en Buenaventura.
Canto Fúnebre navega estos cuerpos de agua transportando dispositivos de memoria, propiciando encuentros entre personas que necesitan hablar de sus dolores al lado del río o en medio del estero.
El mar lo guarda en su manto
Silencio, grillete roto
Canto Fúnebre no es señalamiento; es respuesta a un legado más antiguo, recibido y aceptado por Eblin como a quien se le entrega un secreto. Uno de ellos: el de cómo reconstruir el cuerpo propio y el cuerpo colectivo de su comunidad, que al mismo tiempo es el cuerpo del territorio. Es la posibilidad de construir una obra que habla en el lenguaje del arte occidental, pero se pronuncia desde la garganta de la cultura propia de Timbiquí.
Aquí estamos —ustedes y nosotros— cumpliendo con un pendiente. Como lo dice la mayora Elena, se trata de despedir a los muertos, esos que son producto de unas violencias sistémicas, en una obra que pone en el centro la ritualidad y la trascendencia tan extraviadas en Occidente. Para que los territorios sean reparados. Para que su gente tenga los espacios litúrgicos que les han sido aplazados por décadas y siglos. Para restaurar la relación entre la tierra, nosotros, la comunidad y lo sagrado.
Somos memoria y somo eco
Somos guardián de la historia
A la orilla de la corriente
Dónde calmaría mi llanto
Eblin Joban Grueso Cuero nació en Santa María de Timbiquí, Cauca, en 1994. Realizó sus estudios de primaria y secundaria en la Institución Educativa Agrícola Santa María, de la cual se graduó en 2013. Desde 2015 reside en Cali. Es un artista plástico colombiano formado en el Instituto Departamental de Bellas Artes de Cali, donde finalizó sus estudios en 2024, obteniendo mención laureada por su proyecto Viaje en el tiempo. Su obra gira en torno a la memoria, el cuerpo y la resistencia, explorando estos temas en dos contextos diferentes: la ciudad y el campo. Se ha interesado por la manera como el capitalismo que llegó a su región de origen encarnados en proyectos de minería y la presencia de grupos armados, ha afectado la vida y las costumbres de su comunidad. Estas problemáticas las aborda desde múltiples lenguajes artísticos como la escultura, el performance, la instalación, el canto, la gráfica y el video. Para Eblin, el cuerpo es un contenedor de memoria y un agente de transferencia de sus historias vividas. En 2019 obtuvo el primer lugar en el Salón de Arte Universitario en Bogotá con su obra Inocentencia. En 2024 fue galardonado con el X Premio Sara Modiano por su instalación Canto Fúnebre. Su trabajo ha sido expuesto en diversos espacios a nivel nacional e internacional.
La luz del arte brilla sobre nuestra alma y nos hace mejor como especie, civilización y seres humanos. Es gracias al arte que trascendemos a un lugar más alto – a un lugar verdaderamente humano.
Sara Modiano, 1951-2010
El Premio Sara Modiano es una iniciativa de la Fundación Sara Modiano para las Artes (Fundación SaraMo), que reconoce a un artista colombiano menor de 35 años a través de una bolsa de trabajo para desarrollar un proyecto artístico específico y le brinda acceso a un espacio de exposición para presentar su obra final. El ganador del Premio Sara Modiano es seleccionado a través de una convocatoria privada conformada por un panel de nominación y uno de premiación liderado por María Mercedes González, Directora General del Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM).
Sara Modiano fue una artista conceptual barranquillera que trabajó durante cuarenta años representando a Colombia en diferentes exposiciones internacionales. Su legado artístico es considerado para algunos como parte del patrimonio cultural de Colombia. Luego de su fallecimiento en 2010, la Fundación SaraMo fue establecida por los tres hijos de Modiano: Katherine, Silvana y Simón. Su misión: preservar y divulgar su legado artístico y filosófico.
Sara Modiano (1951-2010) fue el primer proyecto de la Fundación SaraMo, un libro que recopila los cuarenta años de trabajo de la artista que representan un aporte importante para salvaguardar su legado físico. Pensando en preservar su legado filosófico, en 2013 se estableció el Premio Sara Modiano, con el fin de impulsar la carrera de un artista joven colombiano. Actualmente se suman ambas iniciativas, poniendo el legado de Modiano al servicio de la sociedad.
María Mercedes González, Directora General, MAMM (Medellín, Colombia)
María Paz Gaviria*
Juan Canela, Curador Jefe del Museo de Arte Contemporáneo de Panamá
Danaela Arguelles, Curadora independiente y Docente universitaria
Nicolas Cadavid, Artista y Docente universitario
Yolanda Chois, Curadora independiente y Gestora cultural
Elias Doria, Investigador del área de curaduría de arte del Museo Nacional de Colombia
Edinson Quiñones, Artista, curador y Gestor cultural del Cauca
María Isabel Rueda, Artista y Curadora del caribe colombiano
Ana Ruiz Valencia, Curadora, Música e Investigadora
Juliana Steiner, Curadora e Investigadora independiente
*Durante la premiación realizada en ARTBO | Feria 2024, María Paz Gaviria fue la Gerente de los Programas Culturales de la Cámara de Comercio de Bogotá