Somos siervos de un feudo sin tierra, habitantes de un latifundio sin horizonte. Alzamos la vista y no encontramos cielo, solo la nube: omnipresente, impalpable, inabarcable. No hay campos donde arar tierra, sino interfaces de scrolls infinitos y swipes. No hay castillos, solo servidores en búnkeres recónditos. Y, sin embargo, todo sigue igual. Los señores tienen su feudo, los vasallos su servidumbre, el diezmo su tarifa de suscripción.
Esta exposición se despliega como un mapa que no se puede doblar, una extensión de dominaciones superpuestas que se desplazan entre lo físico y lo digital. Colombia, un territorio donde el feudalismo no es ruina, sino cimiento, donde la tierra nunca fue del pueblo y las sombras de los terratenientes se alargan hasta el presente. Pero el feudo se ha reconfigurado, su materialidad ha mutado. Ahora, el capital no solo se acumula en hectáreas, sino en bytes. Se siembran datos, se cosecha atención. Se extrae memoria, expandida, aumentada, amalgamada.
Desde la tierra a la nube, este es un viaje circular: la gran hacienda convertida en un centro de datos, el monocultivo reemplazado por algoritmos que germinan sin resistencia. Alguna vez se tomó la tierra con fuego y espada; hoy se coloniza con políticas de privacidad y acuerdos de usuario. Se renta el acceso, se cierra la puerta, se excluye al que no paga.
Las obras que habitan este feudo tejen la relación entre estos mundos yuxtapuestos: el feudo de ayer y el de hoy; la servidumbre de la gleba y la del like; la extracción del subsuelo y la del subconsciente. Sus obras invocan la tensión entre el pasado y el futuro, entre la piel y la pantalla, entre la propiedad y el acceso. Nos invitan a reconocer el nuevo rostro del señor feudal: no es un hombre con espada, sino una red de servidores que determinan qué vemos, qué sentimos, qué sabemos.
En este escenario, la vaca deja de ser símbolo de riqueza tangible para convertirse en icono de la hiperproductividad, la carne se digitaliza, el suspiro se traduce en código. Se transa afecto en píxeles, se arriendan parcelas de deseo en nubes inalcanzables. ¿Puede la resistencia manifestarse en este espacio de simulacros? ¿Puede la tierra recuperarse cuando se ha vuelto un conjunto de metadatos?
La exposición se plantea como un acto de evocación y confrontación. Nos invita a mirar con sospecha, a desarmar la familiaridad de las interfaces, a cuestionar la usabilidad de un mundo que promete accesibilidad, pero impone servidumbre. Nos enfrenta a nuestra propia complicidad: pagamos, suscribimos, entregamos. Somos vasallos voluntarios de un feudo algorítmico.
Tal vez haya salida. Tal vez podamos sembrar algo entre las grietas de la nube, reinsertar lo vivo en lo artificial. Cuidar un jardín, aunque sea virtual. Encontrar en el circuito un suspiro, en la simulación un destello de lo real. Tal vez, entre la neblina del capital-nube, quede espacio para imaginar otros futuros, donde la tierra vuelva a las manos y la nube deje de ser un castillo en el aire.
Pero por ahora, somos dueños de nada. Dueños del 1920x1080.