Llegó con tres heridas:
La del amor,
La de la muerte,
La de la vida
Miguel Hernández, 1958
El amor, la muerte y la vida encarnan las experiencias de las personas en un universo narrativo de significación . Es contar la vida, el amor, el desamor y la muerte más que en datos. Estas narrativas proveen identidad y sentido, constituyen comunidad y nos han mostrado de dónde venimos al dilucidar hacia dónde vamos: el exilio, el destierro y las condiciones en las que morimos. Todas ellas se encuentran en crisis en una sociedad de la información: los datos, los autorretratos y el storytelling de un régimen neoliberal. Es la condición frente a la vida que se cuenta en una narración acomodada en los seres y sus circunstancias, dándole sentido y orientación a la vida, a las comunidades, a la historia, a la política y a los vínculos que construimos al sabernos viviendo en colectividad.
Estos vínculos se hacen fundamentales cuando nuestras sociedades carecen de una narración de futuro que nos permita concebir cualquier esperanza, en una época donde parece que nada se engendra, todo es evanescente y nada de valor se relata. Pensar en estas tres palabras que tomo de la obra de Hernández –amor, muerte y vida– implica situarse en una idea del espacio donde yacen los cuerpos, los cementerios, campos santos y fosas comunes: el lugar conclusivo de la vida, en una época de inconclusión, que se soporta por un cuerpo. Volcarse sobre los cementerios permite evaluar y remembrar lo que brinda sentido final en un mundo que evita los cierres, que nos suspende en la información. En ese universo pasamos a ser consumidores de autorreferencias, aislados por pantallas, pensándonos y actuando como si fuéramos eternos, como si el tiempo no nos pasara, pero es el cuerpo lo único que tenemos y es lo que nos pesa genuinamente.
Los cementerios son una especie de conclusión y resumen del mundo social, económico y cultural, y revelan las condiciones de segregación, emancipación, construcción de comunidad y narrativas de nación de los periodos históricos que coinciden con su funcionamiento. El Cementerio Alemán fue fundado en 1912 por miembros migrantes del norte de Europa (Alemania, Suiza, Bélgica y Países Bajos) que, entre muchas razones, como el exilio, el destierro, la crisis alimentaria o la guerra, llegaron a territorios americanos bajo un precepto de la pérdida absoluta donde se ha jugado y replanteado la vida,—el amor, sus vínculos, los procesos sociales— en una narración que, como todas, siempre está de camino a la muerte, que se sigue contando como narración de ciudad y de nación.
El Cementerio Alemán abre por primera vez su espacio a esta exposición que tiene como centro la una narración compartida que produce empatía, vínculos, y la necesidad de narrar y escucharse entre partes; donde la vida pueda ser contada de nuevo al saberse más que las técnicas y procedimientos para solucionar problemas. Para ello se hace fundamental el contacto que es el despliegue de la experiencia entera (nacer, vivir, amar, morir) y que crea historicidad. La exposición pretende traer al presente el pasado para que viva allí y podamos interpelarlo, cuestionarlo o narrarlo de nuevo, de una forma diferente.
Para ello es necesario el contacto del cementerio vivo, en sus prácticas cotidianas y rituales, con procesos del arte contemporáneo, la apertura al público y el permitirse como un espacio cultural que presenta una contingencia a la narración de la nación contemporánea. Tocar y trastocar, suponen la alteridad del otro, que impiden que este se reduzca a lo disponible, a ser objeto consumible y apropiable en la banalización de su experiencia, o a quedar atrapado en nuestro ego: la única y profunda auto representación en la que todo vale. A nombrar bajo las categorías reducidas y facilitadas que nos distancian de la experiencia del otro y simplifican relatos en los que nación, empresas, economía, cultura, sociedad y ciudadanía contemporánea juegan tensiones vigentes. Sabemos bien que quien está metido solo en el presente no es capaz de narrar ni imaginar, de producir nuevos mundos, de anclar y enlazar posibilidades, de sumergirse en la vida misma hilando entre acontecimientos y así, revelando tensiones del pasado, vigentes en nuestra sociedad contemporánea.
Una forma de hacerlo es a través de la imagen, el texto y las obras que ocupan el cementerio, a modo de «in situ», con forma de elegías. Las elegías son poemas a la muerte o a la desgracia, una suerte de petición que me gusta imaginar como aquel que ve en un cometa a la vez el presagio del cambio y la felicidad, constituidos en el brillo de una fosforescencia, que se impulsa en una cola que viene del pasado. Esta es la fuerza tensora que vincula todo al presente, haciéndole frente al paroxismo de la actualidad, al temporal de contingencias, al atrofio del tiempo.